1997. Temperley. Los albores de la juventud me llevan a descender de un colectivo verde junto a una chica con la que compartíamos estudios y las charlas más interesantes. Chica del rock, jeans y zapatillas, y una encantadora forma de ver el mundo. Cerca de la estación comenzamos a caminar por una avenida que tiene el ancho de una calle de barrio, sin tener muy en claro que estábamos haciendo, pero inequívocamente queríamos hacerlo igual.
Encontramos una disquería. Sí, en ese entonces existían disquerías, y que hoy en día ya casi no existan me hace sentir verdaderamente viejo. Le propuse entrar y aceptó enseguida. Empezamos a revolver las bateas y a comentar los artes de tapa. Me contó todos los discos que había heredado de sus viejos y sus hermanos mayores. Yo no tenía hermanos mayores y mis viejos tenían algún que otro disco de dudoso gusto para mi paladar. Me sentía sin recursos para seguir la charla, asentía a todo lo que ella decía y me reía nervioso, mientras pensaba como haría para impresionarla; que, creo, a esa altura, era lo único que me proponía.
Seguimos revisando bateas hasta que apareció el disco de Almendra, de título homónimo. Era una buena posibilidad. Conocía tanto ese disco como el recorrido del colectivo verde. Encima a ella la cautivó la tapa, una carita con una sopapa, generaba cierto misterio. Le describí una a una cada canción, que representaba y que sensaciones generaba en mi esas líricas volátiles. Me escuchó con atención, creo que hable durante mas de una hora. tal vez me excedí.
Se llamaba Ana, y sabido es que Ana no duerme, aunque tal vez yo, sí.
jueves, 24 de julio de 2014
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